Me regaló una pulsera
que parecía cara
y la guardé en un paño
como si fuera oro
digno de una subasta.
La puse algún día.
La tuve escondida.
Pensé que la perdiera.
Volví a verla mía.
Por fin yo descubrí
la verdad sin pedirla:
me había regalado
cristales que rompían
disfrazados de gemas
puras casi en el brillo.
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